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Cuando la fe se vuelve folclore: el riesgo de disfrazar lo sagrado

Hay celebraciones litúrgicas que conmueven por su profundidad espiritual. Y hay otras que desconciertan por su teatralidad vacía. En muchos rincones del mundo católico —y cada vez con más frecuencia— la fe va perdiendo su densidad sagrada para transformarse en un espectáculo decorativo, envuelto en luces, bailes, vestuarios llamativos y expresiones desbordadas que, lejos de evangelizar, distraen y banalizan.

La intención puede ser buena: acercar la liturgia a la gente, mostrar una Iglesia viva, celebrar con alegría. El problema es cuando esa alegría se vuelve descontrolada y el templo se convierte en escenario, el sacerdote en animador, y los signos sagrados en utilería. No se trata de oponerse a la creatividad ni de condenar las expresiones culturales. Se trata de no perder el norte: lo sagrado no es un accesorio; es el centro.

Un ejemplo claro lo encontramos en procesiones que se parecen más a desfiles que a actos de devoción. Bastoneras, bandas, disfraces, pasos bailados frente al Santísimo… ¿Qué queda del recogimiento, del silencio contemplativo, de la oración interior? Y peor aún, ¿qué imagen damos de Cristo cuando el acto litúrgico se diluye en un espectáculo folclórico?

La vestimenta litúrgica también se ha visto afectada. Hoy en día, no sorprende ver personas leyendo el Evangelio en pantaloneta o ministros extraordinarios del altar vestidos con camisetas deportivas. Hay quienes lo justifican con “Dios ve el corazón”, pero esa es una excusa cómoda que olvida el respeto exterior que toda fe merece. Si un creyente se viste adecuadamente para una boda o un funeral, ¿por qué habría de presentarse de cualquier forma ante el altar?

La fe no necesita ornamentos vacíos, necesita autenticidad. Y esa autenticidad también se expresa en la reverencia, en la sobriedad, en la fidelidad a los signos que han sostenido la fe de generaciones.

Hay que recuperar el sentido profundo del rito. No todo lo tradicional es anticuado, como tampoco todo lo moderno es irreverente. Pero hay una línea muy delgada entre hacer de la fe algo accesible y convertirla en un espectáculo irreconocible.

Porque cuando la fe se vuelve folclore, pierde su fuerza transformadora. Y el riesgo es que ya no evangelicemos, sino que simplemente entretengamos.

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