“No basta con dibujar corazones si no se denuncian los puñales”

Vivimos tiempos donde muchas homilías parecen más un taller de autoestima que un acto profético. Se habla de amor, sí; de ternura, claro; de un Dios que abraza, que comprende, que acoge… y eso es absolutamente cierto. Pero también es cierto que ese mismo Dios se enfrentó al poder, denunció la hipocresía, volteó mesas, y murió precisamente porque incomodó a quienes vivían del sistema religioso.
Hoy, en nombre de la prudencia, se ha edulcorado el Evangelio. Las palabras se seleccionan para no herir susceptibilidades, las reflexiones se llenan de anécdotas bonitas, y la palabra “pecado” se menciona con la misma timidez con la que se habla de un rumor.
Se dibujan corazones en cada catequesis y predicación, pero no se denuncian los puñales que hieren al Cuerpo de Cristo: la corrupción en lo alto, la doble moral, el clericalismo, la indiferencia ante el pobre, la burla a los sacramentos, y la desunión que crece bajo la alfombra de la diplomacia eclesial.
Mientras Jesús ora para que todos sean uno, los discursos se enfocan en conservar la imagen, no en sanar el fondo. Porque sanar implica cirugía… y nadie quiere ser el cirujano que mete el bisturí en la carne podrida del templo.
El amor de Dios no es un slogan. Es cruz, es entrega, es fuego que consume la falsedad. Y quien predica solo lo que agrada está vendiendo un Evangelio mutilado.
Porque si Cristo no incomoda, no transforma.
Y si no transforma… entonces, ¿qué estamos anunciando?