Cuando mentimos sin hablar

No hace falta inventar una historia para mentir. A veces basta con evadir, no responder, desaparecer de alguien, decir una verdad a medias. Decimos “no me sentía bien” cuando en realidad no queríamos cumplir. O “me surgió algo” cuando simplemente decidimos no asistir. Llenamos nuestras agendas de excusas elaboradas para no enfrentar compromisos, personas o incluso responsabilidades.
El Evangelio no condena el cansancio ni la sinceridad. Pero sí sacude la hipocresía. Jesús fue claro: “Que tu sí sea sí y tu no sea no”. Mentir, aunque no lo parezca, siempre deja una fractura. Y aunque el otro no lo sepa, nuestra conciencia sí lo registra.
Lo más peligroso de la mentira no es que el otro se la crea, sino que nos acostumbremos a usarla como solución rápida. Una vez que aprendemos a evitar con elegancia, dejamos de decir la verdad con humildad. Y eso va matando poco a poco la transparencia que sostiene cualquier relación, incluso la que tenemos con Dios.