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El Cristo que no gusta: cuando la fe se maquilla de estética

Hay Cristos que conmueven… y hay otros que, sencillamente, incomodan. No porque digan algo distinto, ni porque su gesto hable de otra redención. Incomodan por feos. Porque no tienen facciones suaves, ni narices estilizadas, ni esa melena rubia digna de un shampoo celestial. Porque su rostro se parece más al de un hombre de Judea del siglo I que al de un actor de cine italiano de los años 60. Y eso, para muchos creyentes, ya es demasiado. El problema no es el mensaje: es el rostro que lo pronuncia.

Se hizo una encuesta sencilla en la parroquia. Se mostraron dos imágenes de Jesús en plena consagración: una, de rasgos europeos y expresión delicada; la otra, con facciones semitas marcadas, piel morena, barba cerrada y una mirada intensa. El resultado fue revelador y, a la vez, vergonzoso: el 95% eligió al “lindo”. No al más histórico, ni al más fiel al contexto bíblico. Eligieron al más decorativo. Al que, si fuera cantante, aunque desafinara, igual llenaría estadios.

Y así, la fe se nos vuelve maquillaje. Preferimos al Cristo de estampita, al que transmite “paz” como un influencer de oración, al que parece recién salido de una galería renacentista. Pero rechazamos al Cristo que realmente pisó Galilea. Nos escandaliza que tenga cejas tupidas, pero no que haya sido desfigurado por los látigos. Nos molesta que su rostro sea “tosco”, pero no que muriera entre criminales. Qué curioso: una fe que presume de verdad eterna, pero que no tolera una nariz realista.

Esto es como en la industria musical: el guapo de voz mediocre es estrella, mientras el feo con voz prodigiosa queda relegado a los márgenes. La estética manda. Incluso en la religión. Incluso en el rostro del Salvador.

Lo más paradójico es que muchos de los que dicen amar a Jesús, se ofenden cuando se les muestra tal como fue. Prefieren el Photoshop al realismo. La postal al testimonio. La versión que encaja con su decoración del hogar. Porque esta religión cómoda no quiere verdades duras: quiere imágenes suaves.

El día que logremos mirar al “Jesús feo” —como algunos se atreven a llamarlo— y reconocer en él al Hijo de Dios, será también el día en que aceptemos al extranjero, al distinto, al pobre, al que incomoda. Porque mientras sigamos rechazando su rostro por no ser agraciado, seguiremos adorando una imagen, no una verdad.

Y eso, estimado lector, no es fe. Es simple idolatría con filtro. Una espiritualidad tan superficial, que hasta el rostro de Dios debe pasar por cirugía estética.

Católicos en Acción: donde la fe se dice con hechos.

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