Evangelio del 9 de mayo del 2025 según San Juan 6, 52-59

Primera lectura
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 9, 1-20
En aquellos días, Saulo, respirando todavía amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al sumo sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, autorizándolo a traerse encadenados a Jerusalén a los que descubriese que pertenecían al Camino, hombres y mujeres.
Mientras caminaba, cuando ya estaba cerca de Damasco, de repente una luz celestial lo envolvió con su resplandor. Cayó a tierra y oyó una voz que le decía:
«Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?».
Dijo él:
«¿Quién eres, Señor?».
Respondió:
«Soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate, entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que tienes que hacer».
Sus compañeros de viaje se quedaron mudos de estupor, porque oían la voz, pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo, y, aunque tenía los ojos abiertos, no veía nada. Lo llevaron de la mano hasta Damasco. Allí estuvo tres días ciego, sin comer ni beber.
Había en Damasco un discípulo, que se llamaba Ananías. El Señor lo llamó en una visión:
«Ananías».
Respondió él:
«Aquí estoy, Señor».
El Señor le dijo:
«Levántate y ve a la calle llamada Recta, y pregunta en casa de Judas por un tal Saulo de Tarso. Mira, está orando, y ha visto en visión a un cierto Ananías que entra y le impone las manos para que recobre la vista».
Ananías contestó:
«Señor, he oído a muchos hablar de ese individuo y del daño que ha hecho a tus santos en Jerusalén, y que aquí tiene autorización de los sumos sacerdotes para llevarse presos a todos los que invocan tu nombre».
El Señor le dijo:
«Anda, ve; que ese hombre es un instrumento elegido por mí para llevar mi nombre a pueblos y reyes, y a los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre».
Salió Ananías, entró en la casa, le impuso las manos y dijo:
«Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció cuando venías por el camino, me ha enviado para que recobres la vista y seas lleno de Espíritu Santo».
Inmediatamente se le cayeron de los ojos una especie de escamas, y recobró la vista. Se levantó, y fue bautizado. Comió, y recobró las fuerzas.
Se quedó unos días con los discípulos de Damasco, y luego se puso a anunciar en las sinagogas que Jesús es el Hijo de Dios.
Salmo de hoy
Salmo 116, 1. 2 R/. Id al mundo entero y proclamad el Evangelio
Alabad al Señor, todas las naciones,
aclamadlo, todos los pueblos. R/.
Firme es su misericordia con nosotros,
su fidelidad dura por siempre. R/.
Evangelio del día
Lectura del santo evangelio según san Juan 6, 52-59
En aquel tiempo, disputaban los judíos entre sí:
«¿Cómo puede este darnos a comer su carne?».
Entonces Jesús les dijo:
«En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí.
Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».
Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún.
Reflexión
Aquí continuamos explorando las profundas palabras de Jesús en el capítulo 6 de Juan, específicamente en los versículos 52 al 59. Después de afirmar que Él mismo es el pan vivo que descendió del cielo, sus oyentes comenzaron a debatir acaloradamente entre sí, perplejos ante su aseveración. La idea de que este hombre les diera su «carne» para comer resultaba incomprensible y generaba fuertes disputas. Se encontraron con una verdad que desafiaba sus categorías de pensamiento habituales, centradas en lo material y visible.
Ante su desconcierto y sus discusiones, Jesús no suaviza sus palabras, sino que, por el contrario, intensifica su enseñanza, volviéndola aún más directa y esencial para la vida verdadera. Les dice con solemnidad: «En verdad, en verdad les digo: Si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes.» Y prosigue con una promesa maravillosa: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día.» Estas frases marcan un punto culminante en su discurso, presentando la participación en su sacrificio y en su propia vida como algo absolutamente indispensable para obtener la inmortalidad. La imagen de comer su carne y beber su sangre es poderosa y habla de una unión vital y profunda, de asimilar su ser de manera completa, de participar en su destino de muerte y resurrección.
Explica además que su carne es verdadera comida y su sangre es verdadera bebida, indicando que lo que ofrece es un sustento auténtico y plenamente satisfactorio para el espíritu, mucho más allá de cualquier alimento terreno. Y ligado a esta participación vital, añade una promesa de comunión íntima y permanente: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él». Esta permanencia mutua describe una relación de inmensa cercanía, una morada recíproca que es fuente de fortaleza y vida. Así como Él vive por el Padre, quien se nutre de Él, también vivirá por Él. Se vislumbra aquí la profundidad de la unión que se ofrecería de manera especial en el sacramento que instituiría posteriormente.
Esta unión con el «pan vivo» capacita para ejercer la profesión con una ética inspirada por el amor y la verdad que provienen de Él. Permite enfrentar los desafíos y las frustraciones laborales con una esperanza que va más allá del éxito o el fracaso terrenal. Impulsa a tratar a compañeros, clientes o pacientes con la dignidad que les confiere ser criaturas amadas por Dios. En el ámbito familiar, nutre la paciencia, el perdón y el amor incondicional. En esencia, al «comer su carne y beber su sangre» a través de una fe viva y operante, la vida entera de una persona se convierte en un testimonio de que la verdadera vitalidad, el propósito duradero y la esperanza inquebrantable provienen únicamente de una unión profunda y constante con Jesucristo, el Pan que da vida al mundo. Es un aprendizaje continuo sobre dónde reside la fuente inagotable de nuestra existencia plena.