Editoriales sin Censura

La doble vara de lo sagrado: cuando el velo pesa más que el hábito manchado»

Hay algo profundamente podrido cuando una monja debe luchar por justicia en una institución que ha demostrado ser experta en callar cuando el victimario lleva sotana y no toca campanas, sino cuerpos inocentes. La historia de Aline Pereira Ghammachi no es solo la de una mujer expulsada por “demasiado bella para ser abadesa”, sino el reflejo sangrante de una Iglesia que reacciona con velocidad fulminante cuando una monja se atreve a sobresalir, pero arrastra los pies durante décadas cuando se trata de curas pederastas.

El caso tiene todos los ingredientes de una tragedia eclesial moderna: una mujer joven, formada, con liderazgo, carisma y vocación de servicio, que transforma una abadía en centro de inclusión y ayuda social. Pero todo eso parece un pecado mortal si quien lo ejecuta es una mujer que además no encaja en los moldes estéticos que la jerarquía clerical aún conserva como fósiles del medioevo. ¿Demasiado atractiva para ser monja? ¿En serio? Es curioso cómo la belleza femenina escandaliza más que la corrupción moral de quienes han abusado de menores bajo la protección de los muros sagrados.

Cuando las denuncias de abuso sexual contra sacerdotes han sido sepultadas bajo capas de silencio, traslados geográficos y eufemismos administrativos, la maquinaria del Vaticano muestra una lentitud casi divina. Pero cuando una carta anónima —sí, anónima— acusa a una monja de maltrato y manipulación, el juicio sumario no se hace esperar. No hay defensa, no hay proceso justo. Sólo una salida forzada, acompañada de insinuaciones grotescas sobre su “desequilibrio” y su físico “poco conventual”.

Y mientras tanto, los verdaderos escándalos, los que involucran a niños, a comunidades enteras traumatizadas por décadas de encubrimiento, siguen siendo tratados con guantes de seda y discursos de arrepentimiento tardío. Porque claro, el daño es grave… pero no tan urgente como la presencia de una monja con ideas nuevas y rostro que no encaja con el estereotipo de la beata apocada.

La pregunta es inevitable: ¿por qué la Iglesia se muestra tan estricta, incluso implacable, con las mujeres que piensan, lideran y resplandecen, pero tan comprensiva y sigilosa con los hombres que cometen delitos atroces? ¿Qué estructura moral permite semejante disonancia ética?

El caso de Aline, convertido ahora en reportajes, titulares y pronto película, no debe verse solo como una anécdota pintoresca. Es un síntoma. Uno que revela que el machismo clerical no solo sigue vivo, sino que se alimenta del miedo a que mujeres fuertes, jóvenes y capaces —encima extranjeras— transformen desde adentro una estructura hecha para perpetuarse, no para purificarse.

Mientras las víctimas de abuso siguen esperando justicia, la Iglesia demuestra que tiene prisa… pero sólo cuando quien incomoda es una mujer. ¿La solución propuesta? Aislarla, hacerla “madurar psicológicamente”, devolverla al redil de lo que debe ser: una presencia silenciosa y obediente. El mismo silencio que se exige a los que han sido violados, a los que han alzado la voz, a los que no caben en la hipocresía.

Y así, una vez más, queda claro: en esta Iglesia, el escándalo no es el crimen, es que una monja se vea bien en cámara.

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