Iglesia entre la luz y la sombra

Pedro: entre la fragilidad humana y la fuerza de la elección divina

Resulta casi paradójico que el principal guía de la Iglesia naciente no haya sido el discípulo más fiel, ni el más contemplativo, ni el más constante. No fue Juan, el que reposó su cabeza en el pecho de Jesús, ni Tomás, que exigía pruebas, pero no huyó. Fue Pedro. El mismo Pedro que negó conocer a su Maestro tres veces en la noche más oscura. El mismo que juró lealtad hasta la muerte y luego huyó. Ese fue el elegido. Y no por accidente.

Pedro encarna las tensiones humanas: la promesa y el incumplimiento, el fervor y el miedo, la declaración de fe y la caída estrepitosa. “Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte”, dice con voz firme. Y apenas horas después, ante el fuego del patio, le basta la pregunta de una sirvienta para desplomarse: “No lo conozco”.

Este vaivén no es decorado: es esencia. Pedro no fue escogido a pesar de su inestabilidad, sino quizá por ella. En él no vemos la imagen idealizada del héroe infalible, sino el reflejo del creyente común. Y ese espejo duele. Porque es más fácil construir la fe sobre íconos de virtud que aceptar que Dios funda su Iglesia sobre la arena movediza de la humanidad.

Jesús no ignora a Pedro. Lo mira. No lo expone ni lo sentencia. Le pregunta: “¿Me amas?”. No una, sino tres veces. La misma cantidad de negaciones, ahora redimidas en amor. La autoridad de Pedro no nace de su perfección, sino de su capacidad de amar después de haber fallado. “Apacienta mis ovejas”, le dice. Lo hace pastor no por su firmeza, sino por su experiencia del perdón.

Esa elección es profundamente incómoda. ¿No era más lógico elegir a Juan, el fiel hasta la cruz, el que jamás dudó, el que entendió sin exigir señales? Tal vez sí. Pero el Reino no se edifica con lógicas humanas. Juan representa el amor sin fisura; Pedro, el amor después del tropiezo. Y para guiar a una comunidad de frágiles, se necesita un guía que sepa lo que es caer… y levantarse.

Pedro tambaleó, sí. Pero también fue quien se atrevió a caminar sobre el agua. Fue el primero en confesar: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”. Y fue quien, a pesar de todo, no se escondió en el fracaso. Asumió la responsabilidad. Salió a predicar. Y murió crucificado, boca abajo, por no considerarse digno de morir como su Maestro.

Si algo enseña Pedro es que la grandeza no está en la pureza de los comienzos, sino en la fidelidad de los regresos. Su vida, llena de altibajos, es el testimonio incómodo pero necesario de que la gracia no escoge a los perfectos, sino a los disponibles. La Iglesia, al final, se construyó sobre una piedra… que primero tuvo que ser quebrada.

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