Iglesia entre la luz y la sombra

¿Qué significa la sotana? Un símbolo olvidado, una renuncia disfrazada de modernidad

La sotana, ese largo vestido negro que tantos identificaron durante siglos como señal viva del sacerdote en medio del pueblo, hoy yace arrugada en el fondo de muchos armarios parroquiales. En otros tiempos, su sola presencia en una calle evocaba respeto, a veces temor reverente, y recordaba sin palabras la existencia de lo sagrado. Hoy, muchos clérigos la han dejado de lado, y no por razones de clima o seguridad, sino —en la mayoría de los casos— por una cómoda renuncia a su significado más profundo. ¿Qué hay detrás de este abandono? ¿Miedo? ¿Vergüenza? ¿Una necesidad mal entendida de “pasar desapercibido”? O, quizás, el síntoma de una crisis más honda: la de identidad.

La sotana no era —ni es— simplemente un uniforme. Es un recordatorio constante de una vocación que se vive a tiempo completo. Es una marca visible de entrega, de separación del mundo, de compromiso radical con el Evangelio. Quien la viste no puede mezclarse del todo, no puede mimetizarse ni diluir su presencia en la masa. Tal vez por eso molesta. Porque incomoda. Porque denuncia, incluso sin abrir la boca. Porque exige una coherencia que muchos ya no quieren sostener. La sotana recuerda al sacerdote que lo es las 24 horas del día, no solo en misa o en funerales. Y eso, para quien ha optado por una vida “más cómoda”, es demasiado.

La excusa posconciliar de que “el hábito no hace al monje” se convirtió en el salvoconducto perfecto para justificar el desarraigo. Pero la realidad es que cuando desapareció la sotana, también desapareció gran parte de la visibilidad pastoral. El sacerdote se volvió un hombre más, perdido entre la multitud. Y claro, así también resulta más fácil ir al bar, vestir de marca, hablar de negocios… y pasar inadvertido. Pero no se puede anunciar al Crucificado ocultando los signos del compromiso.

Muchos de los que hoy se niegan a usar sotana fueron también formados en seminarios donde se ridiculizaba su uso, donde se enseñaba a ser “uno más”, como si el Evangelio hubiera pedido alguna vez anonimato. Nada más lejos. Cristo no se escondió. Tampoco lo hicieron los primeros apóstoles. Pero algunos de sus sucesores hoy sí lo hacen, como si les avergonzara su misión. Como si el alzacuello quemara.

Hay quienes argumentan que la sotana es «triunfalista», que “aleja a la gente”. ¿Y no alejan más el clericalismo solapado, la arrogancia pastoral, la indiferencia ante los pobres? ¿O es que la solución a los problemas de cercanía pastoral es vestirse de civil y hablar como influencer? La sotana no resuelve por sí sola la falta de humanidad en un sacerdote, pero su ausencia sistemática sí puede revelar que algo esencial se ha perdido.

La Iglesia ha sido despojada de muchos signos sagrados en nombre de la modernización. Pero no hay modernidad que valga cuando se trata de identidad. Un sacerdote no es un gestor de eventos religiosos, ni un funcionario eclesial. Es un hombre consagrado, marcado, puesto al servicio de lo eterno. Y su vestimenta debería recordárselo —a él y al pueblo— cada día.

Cuando un cura cuelga su sotana, no solo está quitándose una prenda. Está, muchas veces, colgando también parte de su testimonio. ¿Y luego se preguntan por qué hay menos vocaciones? ¿Por qué los fieles ya no confían igual? ¿Por qué la figura sacerdotal se ha vuelto borrosa, irrelevante? Tal vez porque el símbolo más claro de esa entrega ha sido reducido a disfraz de museo, cuando en realidad, debería seguir siendo bandera visible del servicio a Dios y a los hombres.

La sotana no es una pieza de teatro litúrgico. Es una declaración de intenciones. Una cruz que se viste. Un compromiso público. Y su abandono, en muchos casos, no es progreso. Es renuncia.

Related Posts

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *