Evangelio con voz propia

El mandamiento nuevo que nadie quiere obedecer

Resulta curioso —por no decir descaradamente irónico— que el texto evangélico de este domingo nos hable del “mandamiento nuevo” del amor justo después de que Judas sale del cenáculo. El traidor se marcha, y entonces Jesús, lejos de derrumbarse, pronuncia una de las frases más profundas y menos obedecidas del Evangelio: “Ámense unos a otros como yo los he amado”.

¿Y qué hemos hecho nosotros con esa frase? La hemos barnizado con pintura de cursilería y la hemos convertido en consigna litúrgica sin consecuencias. “Ámense” suena bien en la homilía, pero es papel mojado en nuestras parroquias, en nuestras comunidades, en nuestras redes sociales y, sobre todo, en nuestros templos donde se predica la caridad, pero se practica la exclusión con guante blanco.

Mientras algunos celebran un Año Jubilar hablando de esperanza y peregrinaciones, la realidad nos escupe otra cosa: hipocresía adornada de incienso. Se proclama el amor como mandamiento, pero no hay espacio para el que piensa diferente, para el que molesta con preguntas incómodas, para el que no cabe en los moldes sociales o religiosos. ¿Amar como Cristo? A muchos les basta con amar como les conviene.

El nuevo Papa, León XIV, ha sido recibido con vítores, pero ¿será capaz de decirle al pueblo lo que no quiere escuchar? ¿Tendrá el valor de recordarle a la Iglesia que la gloria de Dios no se mide en fastos vaticanos ni en documentos firmados, sino en cuántos realmente viven ese amor radical que lava los pies, rompe jerarquías y abraza a traidores? Porque eso fue lo que hizo Jesús antes de dar ese mandamiento. No puso condiciones. No preguntó si Judas era digno. Sirvió. Y amó.

Y aquí estamos, dos mil años después, hablando del amor como si fuera una idea romántica y no un mandato que exige el desgarro del ego. Publicamos frases bonitas sobre el perdón mientras se crucifica mediáticamente a quien cae. Se canoniza en vida al sacerdote de turno, pero se apedrea al feligrés que falla una misa. Se hace teología del amor, pero sin amar al prójimo que no huele a incienso ni viste como “buen cristiano”.

Este mandamiento no es nuevo porque sea reciente, sino porque nadie termina de estrenarlo.

El escándalo de la Iglesia no está en sus pecados públicos, sino en su incoherencia cotidiana. Predicamos el amor, pero lo domesticamos para que no incomode. Nos convertimos en expertos de la palabra, pero analfabetas del Evangelio vivido.

Jesús fue claro: “En esto conocerán que son mis discípulos: si se aman unos a otros”. Lo dijo sin rodeos. No habló de dogmas, ni de jerarquías, ni de títulos. Habló de amor encarnado. De amor que se mancha, que se juega la vida, que se arrodilla para servir.

Así que no, no basta con celebrar la Pascua, repetir aleluyas y subir imágenes del Resucitado en redes sociales. Si no hay amor real, incómodo, visceral, visible… entonces somos solo ruido litúrgico y teatro dominical.

Porque si no amamos como Él, somos solo espectadores de un Evangelio que no nos transforma.

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