Castel Gandolfo y los lujos del trono de Pedro

Durante siglos, los pontífices se han presentado como “siervos de los siervos de Dios”. Pero basta mirar hacia Castel Gandolfo para notar que ese servicio vino muchas veces acompañado de jardines imperiales, frescos barrocos, muebles de época y vistas privilegiadas al lago Albano. Y no se trata de un caso aislado. La historia del papado está repleta de símbolos de poder, fasto y riqueza… tan terrenos como contradictorios.
Castel Gandolfo, con sus jardines dignos de emperadores y su palacio adornado de mármol y terciopelo, sirvió como refugio veraniego papal. Allí no se escuchaban los gritos del pueblo hambriento, sino el canto de los pájaros y las bendiciones del clima. Mientras muchos fieles soñaban con un plato de comida o un techo decente, el Vicario de Cristo se retiraba a sus aposentos de verano. No para orar en un desierto, como Jesús, sino para descansar como noble.
¿Y qué decir del Vaticano? Esa «ciudad santa» donde la acumulación de tesoros compite con los museos del mundo. Oro, arte, tapices (omitimos ese término, claro), cúpulas doradas, sotanas de seda, anillos de poder. La Iglesia que predica a un Cristo pobre, nació en un pesebre, y murió sin túnica, ha vestido a sus jerarcas como príncipes, y ha guardado sus bienes como si fueran intocables reliquias del César.
«No lleven oro, ni plata, ni monedas en sus cinturones; no lleven alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento» (Mt 10,9-10). Jesús lo dijo con claridad. Y, sin embargo, muchos de sus sucesores espirituales hicieron lo contrario, acumulando riquezas como si el Reino de Dios fuera una propiedad inmobiliaria más.
A lo largo de la historia, el papado ha conocido banquetes, carruajes, ejércitos, castillos, coronas triples y hasta bancas propias. No por nada surgieron cismas, reformas y rebeliones. Porque cuando el pastor se parece más al rey que al siervo, el Evangelio se convierte en decoración.
León XIV habla hoy de humildad y caridad. Bien. Pero no basta con palabras desde la Cátedra de Pedro si las estructuras siguen oliendo a privilegio. Porque la verdadera autoridad no se ejerce desde balcones, sino desde el barro. No se predica desde jardines privados, sino desde la calle. No se anuncia a un Cristo pobre envuelto en brocado y custodiado por muros de mármol.
La levadura del Evangelio no se mezcla con la levadura del poder. Y mientras la Iglesia siga aferrada a sus lujos, seguirá traicionando al carpintero que no tuvo dónde reclinar la cabeza.