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El Espíritu que derriba muros: Pentecostés como llamado a una Iglesia sin fronteras

En una emotiva celebración de Pentecostés presidida por el Papa León XIV, la Plaza de San Pedro se transformó en un espacio donde miles de fieles, procedentes de distintas latitudes, escucharon una homilía profunda y directa. Inspirado en el relato de los Hechos de los Apóstoles, el Pontífice no se limitó a recordar un acontecimiento pasado, sino que invitó a vivir hoy el impacto del Espíritu Santo como un viento que sacude nuestras comodidades, nuestras estructuras fijas y nuestras barreras emocionales.

León XIV recordó que la verdadera acción del Espíritu no se reduce a lo espectacular, sino que se traduce en gestos concretos de apertura. El Espíritu no solo transforma el corazón individual, sino también las relaciones y estructuras sociales. Así, con un llamado a construir una Iglesia sin despreciados ni muros, el Papa delineó tres dimensiones esenciales de esa transformación: interior, relacional y comunitaria.

Con firmeza, denunció el aislamiento disfrazado de conexión digital, el individualismo que atrofia la vida espiritual, y las relaciones marcadas por el control, los prejuicios y hasta la violencia. Fue especialmente duro al recordar los feminicidios recientes, a los que se refirió como “una muestra trágica de relaciones corrompidas por la dominación”.

En un mundo que levanta fronteras físicas, ideológicas y emocionales, León XIV propuso una alternativa evangélica: abrirse al otro, al diferente, al herido. Pentecostés, dijo, no es solo un recuerdo; es una convocatoria viva a la acción.

Editorial

Cuando el Papa León XIV dijo en su homilía que «el Espíritu Santo abre fronteras donde el mundo construye muros», más de uno aplaudió con devoción automática. Pero si se hubiera detenido a pensar dos segundos, quizás habría sentido un poco de vergüenza. Porque no es el mundo el que más muros ha levantado últimamente. Es, en muchos casos, la misma Iglesia.

Muros de clericalismo, de elitismo litúrgico, de prejuicio contra los pobres y los diferentes, de protocolos insensibles. Barreras que no necesitan ladrillos, porque ya están bien asentadas en los pasillos de nuestras parroquias, en las actitudes altivas de algunos consagrados, en los grupos que se creen dueños del Espíritu mientras desprecian al que no entra en su molde.

El Papa no habló para quedar bien. Su mensaje fue incómodo. Fue un soplo fuerte, no una brisa piadosa. Dijo que el Espíritu nos desinstala, que rompe con el individualismo, que denuncia la violencia —incluida la violencia oculta tras relaciones “piadosas” de dominación. Y no, no se refería solo al mundo secular, sino a esa Iglesia que, entre incienso y repiques, ha tolerado la exclusión de las mujeres, el rechazo de los migrantes y la invisibilización de los que no visten sotana.

Y cuando habló de “relaciones intoxicadas” que desembocan en feminicidio, puso el dedo en la llaga de una estructura que, muchas veces, ha preferido hablar del rol de “la mujer virtuosa” pero ha guardado silencio sepulcral ante el machismo que mata.

León XIV también recordó que en Pentecostés las lenguas no dividieron, sino que unieron. ¿Y qué hace hoy nuestra Iglesia con esa diversidad? ¿La integra o la etiqueta? ¿La celebra o la tolera a regañadientes mientras insiste en que lo verdadero es solo lo que encaja con su forma?

El Espíritu Santo no vino para adornar misales ni para ser mencionado con tono místico en reuniones pastorales sin alma. Vino para hacer temblar lo que creemos firme, para prender fuego donde se ha instalado la rutina, para dinamitar muros, incluso dentro del mismísimo Vaticano.

Y por eso, esta homilía no debe pasar desapercibida. No es una frase bonita para compartir en redes con una palomita blanca de fondo. Es un espejo brutal que muchos no querrán mirar. Porque derribar muros no solo cuesta esfuerzo… también exige humildad.

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